Domingo XXVI del T.O. – A Palabras Amigas, por el Camino del Evangelio – Mateo 21, 28-32

Lecturas: Ezequiel 18, 25-28; Filipenses 2, 1-11; Mateo 21, 28-32 

La Palabra de Dios nos enfrenta con nosotros mismos, con nuestra verdad y nuestra mentira; con la verdad de nuestros rezos, confesiones de fe, prácticas religiosas… de nuestras palabras. – ¿Vale algo tu palabra? ¿Eres hombre o mujer de fiar? – ¿Se te puede creer o eres -soy- de los que dicen una cosa y hacen otra?

Esta parábola va dirigida a gente de categoría: a los sumos sacerdotes y al senado del pueblo. Está narrada en un ambiente religioso de mucho “sí” a Dios. El final es duro, ¿Qué querría decir Jesús?

Con frecuencia, el primer impacto del evangelio nos causa extrañeza, como que no guardara las formas; pero en un segundo momento, si lo tomamos en serio y nos lo leemos despacio, advertiremos que va dirigido para que tengamos vida y vida de calidad, auténtica. Jesús, hoy nos invita a esta autenticidad.

La palabra autenticidad se la quiere apropiar todo el mundo: productos auténticos, un amigo auténtico, un auténtico profesional, un sacerdote de verdad, un político… Decirle a uno que es un falso no es un piropo, y decir de un producto que no es auténtico es restarle calidad.

Solamente lo auténtico perdura y merece la pena: es un cristiano auténtico; este hombre se santigua de verdad; cuando reza el padrenuestro lo reza de verdad, su vida responde a lo que dicen sus labios. Cuando pide el bautismo para su hijo es sincero y se compromete a educarlo según el evangelio, y quiere hacerlo de verdad. Cuando decide casarse por la Iglesia es que aprecia el sacramento. Sencillamente es un hombre de palabra.

El texto anecdótico del evangelio de hoy es de una gran sencillez, claro como el agua, incisivo como el bisturí. Se nos mete en el alma entre nuestras palabras y nuestros hechos para descubrirnos nuestras verdades y nuestras mentiras. Mirarnos y ver si nuestra profesión de fe y nuestra partida de bautismo se corresponden con nuestras obras, o están huecas. Si nuestras celebraciones celebran la vida a la luz de la fe, o son ritos vacíos.

Pudiéramos titular esta parábola como la parábola del creyente y no practicante; y del increyente, pero de conducta honesta, justa, fraternal. Decir creyente no practicante es decir la mayor insustancialidad, a no ser porque las palabras están adulteradas y ya no significan nada. Como decir creyente practicante (de ritos o rezos) y llevar una vida ajena al evangelio; tampoco significa ser practicante. Practicante es el que practica el evangelio y celebra la fe con sus hermanos, con la Iglesia.

Hoy el evangelio nos invita a mirarnos al corazón. Pablo, en la segunda lectura, nos ofrece un ejemplo de creyente no practicante: si uno no perdona, no comparte, no es solidario, es vengativo… no es practicante… no dice “sí” de verdad a Dios. Otro quizás no tenga el “sí” de los rezos y de los ritos, pero se le abre el corazón y encuentra solidaridad, perdón de las ofensas. Tiene un déficit cristiano (el de la eucaristía y celebrar la fe con sus hermanos); pero habrá que pensar que el misterio de Dios no está lejos de él. Es cuestión de mirarnos al corazón, ante el espejo de Dios, y no ante el espejo de la gente.

El lenguaje de las obras es más importante que el de los labios, aunque lo que pronuncien los labios sean rezos. El evangelio de hoy representa la condenación tajante de una religión declamatoria, hinchada de fórmulas, de palabras solemnes, pero vacías de obras, de proyectos. Con sabiduría decían nuestros abuelos: “Obras son amores y no buenas razones”.

Una fe teórica, encerrada en templos, perfumada por el incienso de grandes celebraciones litúrgicas, pero desencarnadas de las relaciones vitales que envuelven el trabajo diario de los hombres y mujeres, es un escándalo para el mundo que nos contempla. El evangelio de hoy es claro: una llamada a vivir en verdad.

Mi palabra amiga va dirigida a que volváis a leer pausada y personalmente estas lecturas y las escuchéis en el silencio del corazón. Os dejo para mirarnos al espejo. Y que el espejo no sea un reflejo acusador que me deja en soledad con mi pobreza existencial y me deprima. Y, aunque así fuera la imagen fría que me devuelve el espejo, puedo contar con alguien que dio la vida para animarme y puedo contar siempre con él. Dios mío, ilumina tu rostro, para que contigo, dirija mis pasos por senderos de verdad, de justicia y de paz.

Publicado en Palabra de Dios.