Domingo IV del Tiempo Ordinario– B / Palabras Amigas, por el camino del Evangelio – Marcos 1, 21-28

Lecturas:  Deuteronomio  18, 15-20 – Corintios 7, 32-35 – Marcos 1, 21-28

Te suscitará el Señor un profeta de entre tus hermanos. ¿Y esto para qué? Es importante tener alguien que nos diga una palabra que nos oriente o nos corrija. Una persona sensata lo agradece.

Un profeta preocupado de cómo nos van las cosas nos trae palabras de Dios.

Si son de Dios son palabras buenas, en ocasiones duras, pero siempre palabras amigas, palabras que salvan (de la desesperanza…), nunca que oprimen; siempre palabras para darnos vida y libertad. Hablo de un hombre de Dios de verdad. Porque también los hay de mucho cuento. Cuidado con los profetas que se nos cuelan con peores o mejores intenciones, que nos vienen hablando en nombre de Dios, y otros ‘salvapatrias que hablan en nombre del pueblo. La primera lectura de hoy nos lo ha advertido.

El profeta de Dios da la vida por sus hermanos.

No tiene un lenguaje demagógico para quedar bien ni para el medro personal. El profeta, tras haber acogido la palabra en el diálogo de la oración, siente arder en su corazón la pasión por Dios y por los hombres, a quien los contempla desde la mirada de Dios como hermanos; el profeta proclama la palabra salvadora con la vida, con sus labios y con los hechos, haciéndose así portavoz de Dios contra el mal que destruye al hombre.

El profeta es un sanador de las personas y las instituciones.

Hay un dicho antiguo de renovada actualidad: nadie es profeta entre los suyos. Qué bien le hacen a la Iglesia y al mundo los profetas; y a los partidos. ¿Quién mejor que uno que ame y se desviva por la Iglesia para alzar la voz cuando ésta se desvía del evangelio? Cuando enmudecen los profetas salen todos los arribistas al amparo de los más fuertes. El profeta es un elemento corrector que llama a vivir la vida en verdad, cuando la mentira, el orgullo u otros intereses la van asfixiando. Esto ocurre en todos los ámbitos.

Hablar en nombre de Dios requiere estar ante Él

Con deseo sincero de escucharle, buscando su palabra, purificados de nuestros intereses (por muy nobles que sean o nos parezcan) y de nuestra ideología -cualquiera que sea- política o teológica. No es raro que nuestros propios dogmas religiosos puedan impedirnos escuchar la palabra de Dios y transmitirla limpia a los hermanos. Es lo que ocurrió en tiempo de Jesús. La sabiduría del Sanedrín les había cerrado los oídos para que escucharan a Dios, en cuyo nombre hablaban. 

El evangelio de hoy nos presenta a Jesucristo: el Profeta. Jesús es la palabra de Dios. Los hombres tenemos ya para siempre la palabra amiga y sanante de Dios. Palabra que da vida, palabra eterna y siempre nueva que acompaña al hombre y habla en los caminos. Jesús se retiraba largas horas en oración para escuchar al Padre y hablar con Él. A su paso, brotaba la vida, la esperanza, el reino de Dios, que es amor fraterno, perdón y resurrección. Eso contemplamos cuando seguimos a Jesús. Él no hablaba como los letrados: les traía vida, ganas de vivir, alegría, nuevos horizontes, esperanza. Así lo experimentamos domingo a domingo cuando reunidos en eucaristía escuchamos su palabra y no se nos la lleva el viento. 

El gesto de hoy es la liberación del espíritu impuro, espíritu del mal, demonio, enfermedad o como queráis llamarlo. (Que nadie se sonría ingenuamente, que la cosa es muy actual y se encontrará con ella en su propia vida o familia). Los malos espíritus tienen muchos rostros: el egoísmo que nos lleva a mirar siempre a lo nuestro, aún a costa de los demás (los ejemplos los hallará cada uno en su propia casa, en su convento o en el mapa internacional). Mal espíritu es el orgullo que nos lleva a mirar a los demás por encima del hombro; mal espíritu el que incita a la guerra, a la venganza o envenena las mentes de odio.  Sigamos cada uno reconociendo los malos espíritus que merodean su persona, su estatus, sus familias y las instituciones (políticas o eclesiales). 

Jesús transmite, desde su interior, una energía salvadora que cura y salva a quien le recibe.

La sabiduría de Jesús proviene de su interior, habitado por el Espíritu Santo, el espíritu de Dios. Jesús se enfrenta a los malos espíritus que despersonalizan al hombre, para infundirnos un espíritu nuevo, su Espíritu Santo, que da seguridad, fortaleza y vida

La cultura actual, con tantos signos de nihilismo, no nos empuja a convicciones profundas.

Hay que seguir a Jesús con conocimiento de causa y coherencia, para que brille nuestra conducta y se mantenga viva nuestra esperanza. Urge hoy hablar del evangelio como palabra de vida, desde la experiencia personal de Dios, que se comunica en la oración y acompaña al hombre en su camino.

Por aquí anda el sacramento de la reconciliación:

Cuando desde nuestras heridas cobramos conciencia de que necesitamos ser sanados de los malos espíritus que rompen nuestra convivencia y nos están quitando la vida y la esperanza.

Publicado en Palabra de Dios.