Hoy es “Todos los Santos” y mañana “Todos los Difuntos”. Es la misma fiesta que no conviene desdoblar. Es una fiesta pascual. La memoria de nuestros difuntos es una memoria pascual. La visita al cementerio es una visita pascual. Nuestra mirada puede quedarse en la tierra con un sentimiento de resignada frustración o elevarse a Dios, nuestro Creador y Padre.
- Al visitar el cementerio y pararme ante la tumba de mis seres queridos, me llega el eco de aquella visita de las mujeres del evangelio al sepulcro de Jesús: “No busquéis entre los muertos al que vive”. La visita al cementerio puede despertarnos la sensación de especial vinculación con quienes nos han dejado. O, lo contrario, ahondamiento de separación definitiva.
- En el día de Todos los Santos celebramos la Pascua de quienes nos han precedido. Es la fiesta de la caída del muro, la apertura de ese bloqueo materialista que nos mantiene en la miopía del más acá, que nos impide ver más allá de nuestra corta razón, y nos enferma o destruye la esperanza. En la fe penetramos el muro de separación entre aquí y allí, entre ahora y luego.
- En el día de Todos los Santos podemos felicitar a aquellos que en la tierra hemos amado y nos amaron: “te deseo un feliz día de Todos los Santos. Que la alegría sin sombras sea el elemento vital en que te muevas. Que Aquél en quién yo creo, y al que tú en lo sucesivo puedes contemplar, nos una con el vínculo del amor, ahora escondido, pero un día manifiesto para siempre”.
- La confesión del creyente bíblico, anterior incluso al cristianismo y avalada luego por la fe cristiana, es muy esperanzadora. «Al despertar me saciaré de tu presencia”. Y el eco de la Pascua que siguió al viernes santo: “No busquéis entre los muertos al que vive”. Jesucristo, a quien mataron los hombres, el Padre lo resucitó.
Él nos enseñó el camino de la vida… Camino que hay que andar en el amor y que él recorrió primero.
- Es un día para volver a los textos del nuevo testamento sobre la resurrección. Hoy tenemos tres lecturas para la esperanza y el compromiso. Las tres lecturas de hoy nos llevan a contemplar el horizonte de nuestros días aquí en la tierra y la grandeza de la vida alentada por el espíritu de las bienaventuranzas.
- Todo el evangelio es un programa de vida, de gozo, cuando nos dice que devolvamos bien por mal, o cuando nos invita a imitar la conducta del buen samaritano y cuando nos reprende y pone al descubierto nuestros egoísmos e hipocresías. La página de hoy, con ocho bienaventuranzas, compendia la filosofía de Jesús, a la vez que coloca al hombre en una auténtica encrucijada.
- Digo encrucijada porque hoy se nos ofrecen bienaventuranzas mayores y mejores que en otras épocas: todos hacemos cola para ser más ricos y cuanto antes; y entrar así en el paraíso de otra bienaventuranza. Además, observamos que cuanto más dinero más bienaventuranza, más de todo, más y mejores coches, pisos, muebles, de todo, más categoría social más complacencia alrededor, más disculpas a conductas incalificables, hasta la justicia te trata mejor, más de todo lo que apetece: poder, bienestar, reconocimientos, viajes…
- Por eso, cuando abrimos el evangelio, desde esa cultura del tener nos llega una invitación que nos desconcierta. ¿Cómo es posible que Jesús, gran conocedor del hombre, repita machaconamente que serán bienaventurados todos los que dice que serán y acabamos de escuchar? ¿Y cómo es posible que con ese programa crea que van a seguirle?
Y, sin embargo, conociendo al hombre, lo dice.
- Frente a los ricos de toda clase, dinero, honores… los pobres, aquellos que sienten necesidad del otro para amarle, para que lo amen, para aprender de él, para comprenderlo y servirlo.
- Frente a los violentos que han creado una historia de horrores, y frente a los que no son capaces de soportar a los que no son de su color, de su raza, de su creencia, de su ideología y de su clan o de su partido, él dice “serán bienaventurados los pacíficos, los que son capaces de admitir las diferencias, de dialogar, de renunciar a vencer humillando, machacando e, incluso, matando al otro”.
- Frente a los que ríen a carcajadas a costa de quien sea, o sonríen cínicamente, él llama bienaventurados a los que lloran con los que lloran. Frente a los sujetos activos de tanta injusticia, él habla de la bienaventuranza de los que luchan por la justicia, aunque los marginen. Al escuchar el evangelio de hoy, una sensación de impotencia se apodera del hombre: ¡es imposible! Pero advierte también que hay hermanos que las han creído y las ensayan y, junto a ellos, la propia vida y la sociedad se renuevan positivamente.
Las bienaventuranzas no son opio del pueblo. Hace falta ser fuerte, muy libre, mucho hombre, para emprender ese camino.
- Él tenía autoridad para hablar de estas cosas, porque no las hablaba como los letrados, sino como quien había hecho de todo esto la pasión de su vida. Junto a él la vida era otra cosa.
- Él no llamó a todo esto deberes, obligaciones, peso, sino experiencias humanas y divinas de felicidad, camino de felicidad. Unos le creyeron y otros no. Unos iniciaron una vida nueva, vivían ese estilo de fraternidad, de servicio, de fe gozosa en Dios. Otros siguieron acaparando o trepando para alzarse como señores, y creando esclavos en su entorno.
El día de Todos los Santos es la fiesta de la cosecha de lo que aquí sembramos. Una celebración pascual. Una ventana abierta a la esperanza, una palabra que nos recuerda que la muerte no es el final del camino.